domingo, 10 de mayo de 2015

Leyenda: Luciano Uraga.





Alrededor de 1650, en la región de la Jurisdicción de Zacatecas, muy cerca de Pánuco y del rancho de Figueroa, después conocido como Chupaderos, hoy Morelos Zacatecas, vivió una familia de fuerte abolengo y refinada prosapia.

Dicha familia estaba formada por Don LUCIANO URAGA Urquiola y Doña María Gertrudis Pérez del Camino, matrimonio respetable, laborioso, entregado al trabajo y a la vida campirana, llevaban una vida muy ejemplar, ganándose con ello el respeto de aborígenes, mestizos y peninsulares.



Nació del matrimonio un pelirrubio niño, al cual se le dio el nombre del padre, pues era necesario según este, conservar el linaje y la estirpe genealógica.

Fue pues Luciano Uraga Pérez del Camino, hijo de nobles hacendados españoles; hijo único, debido a que la madre, siendo aún joven y muy bella, murió, para desgracia del niño, aquella noche en que este viniera al mundo.

Mucho se esmeró Don Luciano por darle a su criatura todo lo necesario y hasta lo superfluo, sin embargo, fueron tantos los mismos, las caricias, las atenciones y las ternuras recibidas por el muchacho de parte del padre y de varias nanas, que se convirtió en un joven caprichoso, rebelde y desobediente y para decepción de su padre, aquel tierno retoño de su vida cada día se convertía en un desadaptado social.

Nunca obedecía las órdenes del hacendado por muy amables que fueran, sus caprichos deberían de ser cumplidos al pie de la letra, pues de lo contrario, formaba un escándalo que aterrorizaba a todos los peones de la finca.

Así creció Luciano; correspondió en todos sus antojos, llegó a la edad de los quince años, ahí su vida se tornó aún más exigente, poco a poco el padre le había permitido mandar a los peones y hasta advirtió muy seriamente a los trabajadores para que obedecieron al jovenzuelo, de lo contrario podrían ser castigados en forma severa.

Los últimos días de diciembre de 1645 habían sido muy fríos en la región, los fuertes ventarrones todo empolvaban y el aire helado penetra por las rendijas de las puertas de la añosa casona.

En enero siguiente, las heladas se sucedieron día tras día, febrero se presentó con sus tolvaneras, las rachas de viento habían estado causando estragos hasta en las ramas de los árboles más robustos.

Una de esas noches heladas del crudo invierno, encontrándose Don Luciano en viaje de negocios, varios trabajadores resistían el temporal bajo un improvisado cobertizo que se encontraba cerca de las caballerizas, habían encendido una lumbrada en cuyo abrigo se protegían. El joven patrón, al cual ya apodaban “El Chacal” discretamente observaba los movimientos de aquellos hombres, estos entonaban un triste canto, con el sentimiento de hombres que no eran felices, pues se sentían esclavos de aquel verdugo mozo; el canto decía más o menos así

Esclavo soy, porque mis padres así nacieron,
No tengo patria, no tengo casa,
Solo me queda una esperanza: poder ser libre
Para vengarme de lo que me hicieron.

En forma instintiva, la pequeña fiera, al oír esas notas sentimentales, cuales expresaban el dolor de un corazón herido y la pena de hombres son derechos, salió de la alcoba como bestia enfurecida llevando en sus manos un látigo mortal; sin aceptar réplicas descargó sobre ellos duros golpes.

Como esto no saciaba su incontenible sed de sangre y en los rostros de los peones se dibujaba un sentimiento de odio más que de tristeza y de dolor, observándoseles cierta burla e ironía.

Embrutecido el muchacho arrebató un niño de pecho de los brazos de una madre que por ahí se encontraba y sin compasión, lo arrojo a la hoguera en la que se calentaban aquellos humildes siervos.

Fue entonces, cuando un anciano que presenciaba el acto, con un aire de maldición y de reprensión, pronunció unas palabras que marcaron al malhechor por el resto de sus días: Dijo el anciano:

“Maldito, por ese acto brutal que acabas de cometer Dios te ha de castigar, no queremos seguir viviendo junto contigo en esta casa, como nosotros no nos debemos ir, te irás tú, andarás por los montes como lobo hambriento. Es mejor que no tengas hijos, porque si llegas a tenerlos, siendo pequeños morirán en desgracias, ahorcados o quemados quizás hasta destrozados por las fieras”.

Aquel hombre había intervenido en muchas ocasiones, informando a Don Luciano de la mala conducta del muchacho; se había permitido varias veces llamar la atención del caprichoso y había prevenido al mismo joven de los males que le podrían venir si no se corregía, de modo que tenía cierta influencia sobre él, al grado, que el adolecente demostraba cierto respeto por el senil varón.

Pareciera que aquellas palabras hubieran diezmado la energía del mancebo, pues quedó desconcertado; quiso burlarse de la maldición y de quien la profirió, pero aquellas frases trastornaron su energía e hicieron estragos en su cerebro. Como demente, como sonámbulo se alejó del lugar sin decir más.

Pasaron tres días desde entonces hasta la llegada del progenitor a la hacienda, ese tiempo pasó Lucianito encerrado en su recámara. En esa decisión, algo influía el delito que lo hacía sufrir moralmente, aún cuando él no lo quisiera, pero sobre todo, sentía temor de ser asesinado por los peones, quienes deseaban cobrarle así las barbaridades y las injusticias cometidas en repetidas ocasiones.

Por fin regresó el patrón. No desmontaba aún, ni había tomado el camino a sus habitaciones, cuando de inmediato se presentaron amotinados los peones, protestando por los actos cometidos por el hijo durante su ausencia, actos que llamaban incalificables. Como el señor siempre les había infundido confianza, siendo un buen amigo de los labradores, consintió el acercamiento, así, ellos informaron al amo lo sucedido.

Al saberlo, el patrón se entristeció, se llenó de tribulación y amargura con una mueca de enfado prometió terminar con aquella situación y hacer pagar caro las barbaridades de su engendro.

Luciano, desde un lugar cercano había observado la escena anterior; antes de que su padre lo encontrara, decidió huir, para ello salió, hasta los corrales de la casona, se internó a las caballerizas, montó el mejor de los caballos, apresurado partió de la finca. No sabía hacia dónde dirigirse, pero sin seguir rumbo fijo, avanzó de tal manera, que sin pensarlo, pronto se vio cerca de Pánuco. Recordó que ahí vivía una de sus antiguas nanas, resolvió dirigirse al lugar para pedir asilo momentáneo.

La antigua criada al verlo, con gusto aceptó darle posada; el muchacho casi no dio explicaciones. A las pocas horas de estar encerrado, salió a las callejuelas del pueblo, en el cual era muy conocido. Le sobraron conversaciones, a las que para desconcierto de los lugareños no contestaba. Al pasar frente al templo observó en el atrio la presencia de varias jovencitas, a todas las conocía, sólo había una a la cual jamás había tratado.

- Ven Luciano,- le dijo alguna de ellas, luego de ciertas vacilaciones el muchacho accedió a establecer la charla con el grupo

- ¿Qué haces? Desde cuando no te veíamos ¿Dónde andabas?, por qué no habías venido? Pero el mozo sólo tenía puesta su mirada y su atención en la desconocida, ella se había dado cuenta de la situación, aprovecho el desconcierto de las compañeras u dijo:

- Sé que te llamas Luciano, ¿sabes que eres muy apuesto? ¿Te gustaría dar una vuelta con nosotras en el jardín?

El Muchacho aceptó, iniciándose de esa forma una amistad, que luego se convertirá en un romance, donde se derivaría poco tiempo después toda una epopeya.

Aquella muchachita de pelo negro y largo, con apenas quince abriles, resultó llamarse Ana Victoria, era hija del gran terrateniente, del hacendado de “El Maguey”.

Dos o tres días después del casual encuentro en el jardincito del Pánuco, por la empinada cuesta del camino que llegaba del Rancho del Arroyo de los Chupaderos al rico mineral apareció un hermoso carnaje, el motivo de su llegada era que en poco rato, debería llevar a la muchacha, hasta la elegante finca de la hacienda, localizada casi al pie de la mesa del gato, allá donde el sol parece ocultarse más temprano, rumbo al suroeste de la población donde se encontraban.

Casi no se habían visto los enamorados en aquellos días, pues el celoso cuido de las mujeres de la finca del minero Zavala de Pánuco, no les había permitido mayores encuentros, sin embargo, Luciano estuvo muy atento a todos los movimientos del carruaje y en cuanto Ana salió de la casona para emprender el viaje, cruzaron miradas desde una discreta distancia, con las que se ofrecían mutuo cariño.

Poco después del mediodía el carruaje emprendió su camino. El tiempo había mejorado, no soplaba el viento; el sol dejaba caer sus rayos tibios de invierno sobre las montañas. El muchacho conocía bastante bien las encrucijadas del camino, supo darse sus mañas para seguir a distancia la elegante carroza que conducía a Ana Victoria.

El enamorado aprovechaba las espesas nopaleras para irse ocultando; mezquitales, matorrales y huizaches eran sus cómplices en el furtivo caminar, en el momento menos esperado se presentó una gran sorpresa; al descender la pequeña cuesta que conduce hacia el primer arroyo, más delante de Pánuco, una rueda del carro se hundió en un bache y el conductor no podía resolver el problema. Luciano aprovechó para hacer acto de presencia.

Pronto el brioso tordillo condijo a Luciano al sitio del accidente, se puso a las órdenes del cochero quien no dudó en aceptar la ayuda, pues le era necesaria.

El jovenzuelo propuso bajar del carruaje a la muchacha, pues dentro corría peligro. Con cuánta caballerosidad ayudó el enamorado a Ana Victoria a descender. El piso del camino parecía hundirse frágil a sus pies y al tocar las delicadas manos de la niña, los cuerpos de ambos vibraban estupefactos. Plenos de emoción casi no eran dueños de la realidad.

No era tan grave el problema de la carroza, bastaron dos o tres latigazos fuertes a las bestias para que tiraran con fuerza y el vehículo saliera a tumbos del hoyanco donde habían caído.

Lo importante para los enamorados fue que el cochero, en gratitud por la ayuda del oportuno auxiliar, permitió que éste los acompañara. Charlaron un buen rato. Luciano cada vez que podía intercalaba frases y miradas amorosas con Ana Victoria, la cual abiertamente permitía la afectuosa charla.

El tiempo pasó sin sentir. Pronto cruzaron el Rancho de Figueroa ubicado en el arroyo de los Chupaderos, continuaron el camino hacia la fértil llanura conocida como “La Joya” por sus espléndidos pastizales. El cochero, que bien se había dado cuenta del probable idilio, optó por recomendar a Luciano que se separara del grupo, pues los pastores de las miles de ovejas de la hacienda y el mayordomo se encontraban muy cerca y podrían ir con cuentos al hacendado, lo que acarrearía algunos problemas al trabajador.

La enamorada se sinceró. Pidió a Luciano que se separara, lo citó para el día siguiente en la capilla de la hacienda, ahí hablarían con más calma, pues le gustaba el apuesto joven. En Pánuco le habían informado que era rico e hijo de los influyentes Uraga Pérez del Camino, lo que seguramente no disgustaría a sus padres. No sabía que Luciano en esos momentos andaba huyendo, tratando de esconder sus fechorías.

En ese rato de su vida, Luciano pensó en el arrepentimiento, deseó solicitar el perdón de su padre y el de los peones para dejar de ser pródigo, pero pudo más su orgullo y las malas costumbres con que había sido formado, no le permitieron enderezar el camino.

Pasaron varios meses; Luciano vagando errante, a diario visitaba la hacienda en que vivía su amada Ana. Ella por su parte, diariamente buscaba la forma de salir hacia los campos para reunirse con el ser amado. Un día, el padre de Ana Victoria se cuenta de los amoríos que si hija sostenía con aquel individuo, como sabía de la conducta que esta había observado con los peones y con su padre, prohibió a la muchacha seguirse entrevistando con el hombre a quien ella tanto amaba.

Al día siguiente, Ana encomendó a uno de los criados de mayor confianza un recado para Luciano; en él le daba a conocer las decisiones de su padre, con las cuales ella no estaba de acuerdo, por eso le proponía al enamorado, tuviera una entrevista con su padre el Señor de Larrañaga y pidiera su mano para unirse en matrimonio.

Luciano no se sintió capaz de actuar sólo, sabía de lo estricto del padre de Ana Victoria; por eso sintió la necesidad de dirigirse a la hacienda de su padre para solicitarle ayuda económica y moral en esta nueva etapa de su vida. Lleno de valor pensó hablar con Don Luciano para rogarle que pidiera la mano de Ana para casarse y así sentar cabeza.

Muy generoso fue el padre del muchacho al aceptar el trato con su hijo, cierto que reprendió un poco a su vástago por la conducta observada, pero esa reprensión fue más bien tímida, pues el señor no quería que el muchacho se fuera de nuevo.

Después de un rato de charla, Don Luciano prometió ayuda a su hijo, aunque lo condicionó a esperar algún tiempo, pues él y su novia eran demasiado jóvenes, además era necesario que el muchacho trabajara en la hacienda, así tendría la oportunidad de reparar sus faltas, ganarse la confianza de los peones, acostumbrarse al trabajo y obtener el prestigio necesario, de modo que el Sr. Larrañaga, hacendado de El Maguey, que era estricto, no pusiera obstáculos en la relación entre los mozos.

Algo de cordura había en el alma del muchacho, eso lo hizo aceptar las propuestas del padre, sin embargo, las mañas y las malas costumbres de la infancia hicieron su aparición, además el odio de los trabajadores era manifiesto.

De esta forma, vino la desesperanza y un nuevo error hizo que toda la buena voluntad se viniera abajo, tal vez la maldición del viejo Marcelo seguía surtiendo sus efectos. Dos o Tres semanas después, las cosas cambiaron en forma definitiva.

El crepúsculo del atardecer se presentó con la belleza propia del trópico. La entrada de la noche era muy hermosa. Las estrellas en el cielo tenían un especial afecto, su brillo producía una rara nostalgia en el enamorado. Luciano recostado sobre un montón de paja, casi tocaba con sus manos el lucero del anochecer. Pensaba con vehemencia en Ana Victoria y aunque la tarde había sido lluviosa y los campos estaban inundados, algo le impulsaba a salir de la casona, aprovechando la luz de la luna para ir a ver a su amada. Creyó que sería mejor esperar al amanecer. No podía más, él mismo se enfrentaría al padre de la muchacha y pediría su mano.

Tal vez hubiera logrado algo bueno, pero tuvo la ocurrencia de entrar en el aposento de Don Luciano, luego se vio tentado a saquear la caja fuerte. Luchó consigo mismo para no hacerlo, pero al final pudo más la sinrazón, se lanzó sobre los bienes monetarios de su padre, tomó todo lo que encontró. Una necesidad urgente lo obligo a huir aún en las horas de la noche.

Esta vez decidió pasar las horas de la casa de una familia amiga en el Sitio de la Hierba Buena, muy cerca del rancho de don Antonio de Figueroa, hoy Morelos Zacatecas. Fue breve su permanecía en aquel lugar, a la salida del sol, montado en su caballo tordillo siguió el curso del arroyo del Centro del Guachichil, conocía muy bien las cuevas que en la cañada había, por lo que pensó dejar escondido su tesoro en la cueva grande del mismo cause.

La caverna era amplia, se podía entrar en el mismo caballo, los túneles que ahí se localizaban casi nadie los visitaba, le pareció lugar seguro y apropiado. Se introdujo, enterró el oro y la plata tomados de las arcas de su padre, luego con agilidad se dirigió a la casona de El Maguely.

Hizo el viaje a galope tendido, a media mañana se encontraba frente a la dueña de sus sueños. Ambos pidieron al administrador comunicara a Luciano con Don Braulio de Larrañaga, dueño de la hacienda y padre de Ana Victoria.

Sin muchos contratiempos, el hacendado escuchó con cortesía, sin embargo, el señor no podía disimular una mueca de coraje. El muchacho atrevido, sin cortesías ni rancios modales habló, pidió la mano de Ana Victoria y el consentimiento para casarse con ella. ¡Cómo le hubiera gustado a Luciano correr con mejor suerte, tal vez su vida hubiera tomado ahí un rumbo diferente! Pero el destino estaba marcado, la vida lo empujaba siempre a lo que ni él deseaba.

Cuando Luciano terminó de exponer sus pretensiones, Don Braulio le respondió: Nunca permitiré que mi hija se case con un bandolero, retírate de mi casa, te prohíbo estrictamente vuelvas a poner los pies sobre mi hacienda.

De nada valieron las súplicas del muchacho, fue sacado de la casa a empujones por los vigilantes y forzando a abandonar los patios de la hacienda. Enfurecido salió de ahí. No tardó muchos días en volver, esa vez sus intenciones era claras, definitivas. Se raptaría a la novia.

No fue necesaria ninguna violencia, ahora parecía tener la suerte a su favor, pues la mujer a quien buscaba, en esos momentos atravesaba los campos en un hermoso corcel blanco.

Las huertas de membrillos y perales localizadas a la orilla de las fincas de la hacienda fueron testigos del dulce idilio amoroso, los besos y las caricias apresuraron la decisión de huir, pues ella teniá el deseo y la intensión de encontrarse con Luciano para escapar con él.

El encuentro fue como un torbellino. Parecía que un remolino de esos que abundan en la región de la llanura de Chupaderos a la llegada de la primavera los arrastraba hacia lo desconocido, hacia un futuro lleno de incertidumbre, pero también con la felicidad que da la convivencia y entregarse, aunque sea a la mala, al ser quien se ama. Efectivamente, ahí se iniciaba una serie de aventuras, conducto irremediable hacia una vida tormentosa. Se lamentaron de no iniciar de otra manera, deseaban algo mejor, el destino los empujaba y no encontraban la solución.

No hubo obstáculos ni desavenencias, ellos se querían y la fuerza de su juventud lo empujó a todo. Cruzaron la llanura de “La Joya”, las tierras boscosas con el templado calor del verano tropical, las palmas, los huizaches, mezquites, nopaleras, tepozanes, pirules y mil arbustos más de la llanura de “El Palmar” fueron testigos de la pasión ardiente de sus cuerpos.

Después del idilio, avanzaron hasta la cueva donde Luciano había dejado escondido su caudal; ahora llegaba con su tesoro mayor: el amor desbordado de dos amantes. Amor total.

La amplia caverna dio entrada a los muchachos montados a caballo, la luz del medio día hizo que las sombras se proyectaran sobre los muros, Jadeantes los enamorados, apenas desmontaron y una vez más se entregaron en un romance que parecía no tener fin.

Dos veces habían temblado entre el pasto verde de la pradera, esas fueron arrebatadas, ahora, era definitivo, pleno, no había a quien temer, no había quien los asustara; sólo el silencio de la cueva el monótono aleteo, fueron testigos mudos de aquella eternidad. Los aparejos de los caballos y las cobijas que siempre llevaba consigo Luciano, suplieron las comodidades de los mullidos lechos que había en las casonas donde habían nacido y crecido como nobles. Esos lujos no los volverían a ver.

Pasó la tarde, la temperatura de la cueva, llamada desde entonces Cueva de Uraga, era agradable, por la noche hizo frío; qué importaba, el calor del amor, era como una braza ardiente.

A la mañana siguiente, el agua del Arroyo de Uraga, limpiaba y cristalina sirvió de aliento a los enamorados. Había qué comer y eran necesarios ciertos utensilios, podrían trasladarse a Pánuco o a Zacatecas en busca de esos víveres, pero ¿Qué pasaría allá afuera? ¿Los buscarían los hacendados o los trabajadores de las haciendas? ¿Cuál sería la reacción de sus padres, sobre todo la de Doña Josefina Alonsa de Rodayega y Lanz, madre de Ana Victoria?.

Había qué averiguarlo. Montados en sus caballos salieron del escondite, avanzaron con rumbo al camino real que iba y venía del Fresnillo a Zacatecas. Pronto, en una parte sinuosa del camino, al occidente del rancho de las pilas, encontraron unos arrieros con los que sostuvieron una amena pero desconfiada conversación. Uno de aquellos comerciantes, lanzó la pregunta obligada:

- ¿No son ustedes los niños que andan buscando por todos lados?

- Luciano muy disimulado contestó: - No entiendo de qué me hablas.-

Otro arriero intervino diciendo: - No te hagas, tú eres el muchacho de la hacienda de Palula y ella es la hija de Don Benito el de El Maguey, es mejor que se entreguen, porque hay la orden de aprehenderlos y hasta ofrecen dinero a quien de razón de ustedes. De modo que yo quiero ganarme esa recompensa, dense por detenidos.

Sin vacilaciones, Luciano espoleó su caballo, lanzándolo sobre el desafortunado mulero, los cascos de las pastas de su caballo hicieron daño al presunto captor, dejándolo inconsciente y sangrando; los otros dos caminantes prefirieron huir, abandonado las tres mulas donde llevaban la mercancía.

Los mozos dieron marcha atrás, se llevaron las bestias cargadas de víveres, cobijas y mucho de lo necesario para habitar en su triste pero seguro escondite, llevaron hacia las acémilas con su carga e hicieron suyos los gruesos fardos de mercancía. Al avanzar, muy cerca del camino al Rancho de Figueroa, una res amamantaba a su hermosa ternera, como hacía falta leche fresca, la unieron a la caravana.

La vida empujaba a Luciano a la delincuencia, pero podía más el amor de los jóvenes, ese amor franco y leal que sería defendido hasta la muerte; pensaba en huir lejos, pero como que la terrible maldición del viejo Marcelo se convertía en una terrible realidad.

Una mañana Luciano salió de la cueva sin su compañera, ella estaba cansada, triste, casi decepcionada, la realidad que ahora vivía, no era lo que deseaba, a veces sentía el deseo de escaparse e ir hasta donde estaba su madre, pero su lealtad al ser amado la volvía al colocar en su sitio.

El muchacho subió a medio trote el cerro de la Piedrera, desde ahí vio a una pequeña caravana formada por una carreta y dos jinetes. Acarició sus pistolas de plata, revisó sus filosos cuchillos e invitó a sus dos canes a salir de la madriguera, la sed de venganza contra todos y la sangre violenta del muchacho lo impulsaron a atacar a los caminantes con la intensión de quitarles lo que llevaban.

Estaba seguro, conocía a los jinetes, no eran de peligro, llevaban uno de los carretones de su padre.

A todo galope cayó sobre los transeúntes, los sorprendió, a tal grado, que no les dio tiempo para nada, dio muerte a los arrieros. La carreta iba sola, sin gente, transportaban el bastimento para la hacienda, con rapidez sacó lo que le servía, colocó los cadáveres en el carruaje y arrió las bestias para que siguieran solas su camino.

No había remedio, Luciano era un salteador de caminos, tenía miedo de seguir haciéndolo, pero mayor era su temor cuando se sentía casi solo. Ana no quería seguir siendo la misma, algo había en sus entrañas que la obligaba a ser más prudente. No sabía exactamente de lo que se trataba, pero si no estaba equivocada, pronto sería madre. Eso impulso a Luciano a asociarse con otros facinerosos.

Conocía muy bien la región y recordaba que en las cuevas de los cerros cercanos a Río Frío, se escondían grupos de hombres dirigidos por El Crespo o por el Gato Cuya ocupación principal era asaltar carretas en los caminos entre Jerez y Fresnillo o entre Fresnillo y Zacatecas.

Fue Luciano a hasta aquellos parajes, encontró gente del Coruco y de Ñátez. Con dinero convenció a tres maleantes para que lo siguieran, él les pagaría buena plata y juntos formarían un grupo peligroso de aventureros, querían sobre todo, vengarse de su padre y de su suegro, según él , porque los habían empujado al camino donde se encontraba.

Muy cerca de Rancho de Figueroa conoció también como Chupaderos, circulaban las carretas cargadas de metales preciosos y dinero, por lo que los lugares más apropiados para sus fechorías era las espesísimas nopaleras y mezquitas que habían en la región; para guardar sus tesoros utilizaban la Cueva de los Lobos y otras localizadas en el donde de los arroyos.

Muchos asaltos sucedieron uno tras otro, además del “Parchado” y “El Gordo”, varios maleantes se adhirieron al grupo de Luciano Uraga. Se hicieron temibles en la región. El mismo gobierno de Nueva Galicia había puesto precio a las cabezas de los maleantes, parecía que nadie podría detenerlos.

Algunas ocasiones, Luciano enviaba a dos o tres de sus secuaces con pequeños atados de dinero, para distribuirlos en las chozas de algunas personas radicadas en Pánuco, Vetagrande y Chupaderos, esas gentes tenían que ser muy pobres.

Según se sabe, enviaba fuertes sumas de dinero a los templos de la región, los colocaban en las alcancías sin que nadie se diera cuenta de su procedencia.

De vez en cuando Luciano contaba con tristeza su historia a los compañeros. A esos mismos bandoleros, Luciano les encargaba le compraran joyas y artículos lujosos para regalarlos a Ana Victoria.

A la cueva del arroyo de Uraga, sólo él y Alejandro entraban, pues ahí se encontraba su amada y nadie debía darse cuenta de esa situación. Soló Alejandro a quien apodaban el “Parchado” por una cicatriz que presentaba en una de sus mejillas, debería entrar a la guardia del Jefe Luciano. Los otros compañeros, aunque sabían donde estaba la cueva, no debían entrar; Ana estaba muy próxima a dar a luz.

Después de algún tiempo, desde que Ana y Luciano con sus secuaces iniciaron la vida de pillaje y de asaltantes, sucedió algo muy especial.

Una noche, cuando la luna se encontraba esplendorosa a medio cielo y las estrellas juguetonas poblaban centelleantes el firmamento, sin la más tenue de nubecilla, pues ni ellas deberían presenciar el singular hecho que habría de suceder.

Entre la tenue oscuridad de aquella noche, suevamente sonaron unos golpecillos en una de las puertas del pequeño Rancho de Figueroa o Chupaderos; era una casita pequeña y pobre donde apenas se veía la frágil luz que producía un burdo mechón.

Como contestación a los golpes de la puerta, salió una mujer, ésta al darse cuenta de la presencia de tres hombres desconocidos, embozados y con aspecto de desalmados, puso una cara de espanto. Pronto hizo el intento de desaparecer tras la frágil puerta de barrotes, pero aquellos visitantes le impidieron realizar sus intenciones. Los caballeros expusieron en forma breve la razón de su visita; el Parchado habló y dijo:

Queremos que nos acompañes, saca los objetos que te sean necesarios para curar a una mujer enferma, quiere parir y necesita quien la ayude, sabemos que tú te dedicas a eso, te prometemos que nada te pasará, además, se te pagará bien por tus servicios.

- ¿Quiénes son ustedes? – Pregunto la buena mujer.

- - Eso no importa – Contestó uno de ellos. – Ven por la buena y no te arrepentirás, de lo contrario, te tendremos que llevar por la fuerza.-

Aquella mujer algo forzada, acompaño a los que la requerían, al fin, a eso se dedicaba, mejor ahora, pues prometían buena paga, eso lo había hecho muchas veces casi gratis.

Caminaron un buen trecho ayudados por la luz de las estrellas y el lucero de la madrugada que también empezaba a asomar tras la montaña, parecía que quería saber en qué lugar los enamorados y su pandilla guardaban sus tesoros, pues era la primera vez que una persona ajena iba a introducirse en el subterráneo que les servía de escondite.

La partera, absorta contemplaba la salida del brillante planeta, cuando El Parchado le dijo:

- Vamos a vendarte los ojos, esas son las órdenes del el jefe, no se asuste, nada le pasará. – Otro le colocó brusca venda sobre la cara del amujer, un poco rato después, la comadrona escuchó las siguientes palabras:

- Jefe, aquí está la mujer.-

- Muy bien, parchado, - Contestó el otro, -acérquenla, ¿ya le dijeron de qué se trata?

- Así es.-

Habló entonces Luciano ya con cierta urgencia: - Doña Serafina, te voy a pagar muy bien porque ayudes a mi mujer a parir, sé que era muy buena para esos asuntos.

Está bien, dijo ella, pero quítenme este paño mal oliente, para qué es tanto misterio, bien me doy cuenta de quienes son ustedes, vamos a lo que me han traído.

Se escucharon luego estas palabras raras: Ábrete coralillo, ábrete crótalo, antro, ábrete. Se escuchó entonces como el rodar de una gran piedra, efectivamente, era una roca que movían para dejar libre la entrada.

La partera, ante aquellas palabras, se retiró la venda y observo lo que sucedía, casi salía el sol, la alborotada se asomaba por entre los riscos de una barranca. Se desconcertó, no reconocía el lugar. Arriaron los caballos, entraron a la caverna , caminaron un buen trecho de la cueva alumbrada con mechones; de pronto al pasar a un gran salón con paredes de mármol se encontraron con los gemidos de Ana Victoria. La reconoció Serafina y le dijo: -Con estas manos te saqué del vientre de tu madre. Mira cómo estas ahora, pero, vamos a aliviarte.

No hubo grandes dificultades, pronto terminó el trabajo, el más asustado fue Luciano, el Parchado cumplía órdenes, que trae agua, que calienta esos lienzos, que retírate, no seas fisgón.

Así, con los trámites propios del caso, un niño había venido al mundo. Pasados unos momentos, Luciano, acompañado de El Parchado y otro hombre tomó el niño entre sus brazos y ante la admiración de todo pronuncio estas palabras:

- Te defenderé hasta con mi vida, si fuera necesario, para que la maldición del sucio Marcelo jamás se cumple.-

Luego dijo a Serafina: - Ahí tienes como pago a tus servicios – Le entregó un buen morral con monedas de oro y plata. – Si quieres, con esto no tendrás necesidad de volver a trabajar.-

Después le hizo la siguiente advertencia: - No digas nada, no se lo platiques a nadie, pues si me fallas, te mueres.-

Serafina contestó: - ¡Ay Luciano! Si supieras lo que sufre tu padre, está enfermo, quítate de esta vida, te puede costar muy caro. La madre de esta muchacha llora día y noche, dice estar dispuesta a perdonarlos si se regresan, hazlo, Luciano, te conviene.-

No dijeron más, aquel suceso había terminado.

Con el gusto de ver al hijo recién nacido, con el placer de ver a Ana Victoria Aliviada, Luciano se olvidó de volver a dar la orden de vendar a la partera.

Sacaron a la curandera de la cueva y la llevaron hasta las orillas del pueblo. Ahora Serafina conocía el camino y el lugar de los escondites del Luciano y sus bandidos. Todavía el pícaro del Parchado le dijo a la mujer: - Adiós suegra – pues la partera tenía una hija muy bella a la que llamaban Chole.

Según los caballerangos de los rancho de la región, La Soledad era de verdad, además era famosa por sus cascos ligeros. Otra leyenda dice que Chole es ahora la famosa Llorona, pero, esa es otra leyenda.

Llegó Serafina a su jacal, traía bastante dinero, pero sobre todo sabía dónde estaba la guarida de aquellos hombres que tenían asolada la región.

De inmediato recordó la propina que el padre de Ana ofrecía al que descubriera el lugar donde se encontraba la hija y el famoso Luciano Uraga, al cual el hacendado odiaba con toda su alma.

La partera se apresuró a comunicar la noticia a los hacendados. Muy buena fue la recompensa, desde entonces la comadrona pasó a ser millonaria.

Ahora don Braulio de Larrañaga preparaba el plan para atrapar a Luciano y a sus secuaces; para lograrlo, mandó que una de sus carretas fuera cubierta con una manta para simular que llevaba carga de lana de borrega, en su lugar irán hombre bien armados. Esta carreta era seguida a distancia por el hacendado y un grupo de hombres dispuestos a tomar prisioneros a los asaltantes.

Esa mañana, Luciano había prometido a su amante que por el bien del niño y de ellos, pronto se irían de aquel lugar, emprenderían largo viaje, se marcharían a tierras lejanas, donde nadie los conociera, donde nadie volvería a saber de ellos.

Aunque a Ana le dolía hasta el alma alejarse de su madre, aceptó el plan. No contaba con el destino de Luciano y aunque sabía de la maldición del viejo Marcelo, ella no daba crédito a esas palabras.

Luciano había dicho también a sus hombre que una vez más realizarán un asalto, pues por su hijo tendría que salir lejos, repartiría los botines entre todos y se largaría hacia donde nadie lo conociera. Efectivamente, fue la última vez, pero por otras razones.

Cuando Luciano avanzó rumbo al camino real, Ana, bella, jovial, con ese pelo suelto, dejó la cueva, llevando a l niño entre sus brazos. Quería sentir el sol, respirar el aire de la montaña, la cual, se encontraba cubierta de bellas flores del mes de septiembre, quería escuchar el canto de los pájaros y que si hijo de escasos meses conociera el mundo, pues nunca había salido más allá de la puerta gruta.

Ya los bandidos capitaneados por Luciano acechaban la carreta. Cuando estuvo cerca de ellos, salieron al encuentro, ordenaron al conductor que se detuviera, que no presentara ninguna resistencia. Grande fue su sorpresa al ver que del interior del carruaje salían hombres armados, dirigidos por don Braulio cayeron encima.

- Pélate Luciano – Grito el fiel Alejandro. – Nosotros te cubrimos la huida.- Fue cuestión de minutos, allí murieron casi todos los seguidores de Luciano, sólo él, el Parchado y el Gordo lograron salir corriendo a caballo con rumbo a las cuevas.

Momentáneamente se perdieron entre espesura del monte, pero don Braulio sabía ya el sitio donde estaban los escondites, se lo había señalado muy bien la curandera Serafina; lo raro era que el Gordo, que andaba en una mulita vieja, con el paso muy lento que llevaba, parecía guiarlos, pero su pretensión era despistarlos, mientras el jefe y el Parchado cruzaban San Vicente y subían la cuesta del cerro a todo galope.

Pronto los hombre del hacendado alcanzaron al Gordo, lo golpearon, este resintió valiosos minutos, hasta que entrego su vida por el amigo; ahí quedó demostrada la lealtad de un hombre, que aunque maleante, supo ser fiel hasta la muerte.

Corría Luciano por falda de los montes, con el único pensamiento de sacar a Ana de la cueva y escapar con ella y su hijo, poniéndolos a salvo.

Cuando llegó a la gruta, la familia no se encontraba, rápidamente salió a buscar a la mujer, pues si la veían la reconocerían y si la capturaban perdería para siempre a los dos seres que tanto amaba…

Cuando la encontró, parecía demasiado tarde, pues don Braulio y sus hombres la habían encontrado y con insistencia le preguntaban:

-¿Dónde está Luciano? ¿Qué rumbo siguió ese bandido? Dime Victoria, cuál fue el camino por donde huyó.-

Insistió el hacendado: - Dime dónde está su escondite, ya recorrimos todo el cauce del arroyo y no lo encontramos.- No sabía el señor las palabras encantadas para que la cueva se abriera, por eso no dio con Luciano, -Si no hablas te voy a azotar. Mira, dijo Don Braulio, te voy a quitar a tu hijo, que es la deshonra de mi familia, lo mandaré a degollar si no hablas.

Ante tan severo problema, Ana, dijo: - No padre, no hagas eso, te llevaré al escondite, aunque creo que nada ganamos, sólo Luciano sabe cómo se abre, vamos hacia la parte baja del cerro.-

A ello se disponían, cuando de entre los espesos matorrales, apareció Luciano arrojando una reata; trataba Luciano de lazar s sus seres queridos, para acercarlos hacia donde se encontraba él, desgraciadamente, la soga cayó sobre el cuello del niño y al jalarlo fue a caer al tiro de una mina cercana.

Luciano, al verse descubierto por sus enemigos y sin saber que el pequeño había caído al pozo, soltó la soga y la inocente criatura quedó colgada, pues la reata se había detenido entre unas rocas. Mientras tanto, Luciano emprendió la fuga.

La madre, en un intento desesperado por salvar al pequeño, quiso descolgarse sobre las peñas, cayendo a la profundidad y arrastrando en si caída a Chanito. Ahí murieron ahogados irremediablemente, pues la mina estaba inundada.

Cuando los compañeros de Braulio quisieron salvarlos, nada pudieron hacer, pues habían desaparecido entre el agua.

¡Que pasada la maldición del viejo Marcelo! Se cumplió en plenitud.

Al tiro de la mina donde sucedió la desgracia, hoy se le conoce como La Mina de la Victoria. Los pastores que merodeaban por el lugar, dicen que en ocasiones se escucha el llanto de un niño y la voz de una mujer, como acariciando a su criatura.

Luciano logró escapar, fue a la hacienda de su padre, hasta donde lo persiguieron sus enemigos. Cuando estos llegaron, el muchacho había muerto también, pues el pelón lo tomó por sorpresa y le pegó una fuerte pedrada en la cabeza. Esta fue suficiente para que Luciano se desangrara y perdiera la vida.

Este peón, último en aparecer en escena, era el padre del niño que Luciano arrojó al fuego aquella noche de la maldición del viejo Marcelo.

Así terminó la emborrascada vida de un hombre, el cual, ni con el dinero, ni con las aventuras, ni con el amor de una mujer, logró la felicidad.

El Parchado quedó con vida, dicen que llegaba a las cantinas de Zacatecas y de Pánuco, narraba esta historia a los mineros, gastaba dinero a manos llenas y cuando había ingerido algunos tragos de licor, cantaba nostálgico el corrido de Luciano Uraga.

Los mineros, los campesinos y los músicos, con frecuencia seguían al bohemio caballerango para saber de dónde sacaba oro y plata. Nunca lograron conocer el secreto del misterioso personaje, se desaparecía entre los caminos y las veredas que iban de Zacatecas hacia Chupaderos.

Alejandro el Parchado se hizo viejo. Cuenta la tradición oral que las últimas veces que se le vio, andaba con un sujeto al que apodaban El Lobo, tal vez haya sido una de los integrantes de otra de las bandas de salteadores de la región.

El tesoro de Luciano Uraga sigue ahí esperando que alguien lo saque. Dicen que esto se puede lograr una noche de año bisiesto, un 29 de febrero que tenga luna llena; además es necesario saber la clave secreta para que la puerta de la cueva se abra.

¿Usted sabe la clave?



Fuente: Tesoros, Brujas, Difuntos y Espantajos en Morelos Zacatecas.

Cronista Municipal.












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